No suelo ver televisión nacional. Me
gustan mucho las series norteamericanas como Big Bang Theory, Boss, Breaking
Bad y Dexter. Me encantan, me maravillo con el ingenio de los escritores, con
su elocuencia y con la capacidad que tienen los guionistas para crear diálogos tan
agudos. Entiendo el idioma, los guiños,
el humor… En fin, me apasionan. Verlas, es de las cosas que más me gusta hacer
en la vida.
Pero esa mañana fue distinto, no sé por
qué razón el televisor se encendió en Venevisión. Daban un programa para la
comunidad hispana de Estados Unidos, una especie de revista amarillista de muy
mal gusto. Pero todos tenemos un lado morboso y por eso me enganché con la
historia de un hombre rubio que descubrió, luego de años de dudas sobre la fidelidad
de su esposa, que el hospital había
cambiado a su bebé, por otro más oscurito.
Me quedé viendo y oyendo mientras aseaba mi habitación y tendía la cama.
A esa historia le siguió una denuncia de
las autoridades de Puerto Rico sobre una página web que vende infidelidad sin “inconvenientes”.
Funciona como muchos de los sitios donde las personas buscan pareja, pero en
este caso, los participantes están casados o comprometidos y en la web
encuentran un “lío”.
Ahí fue donde comenzaron los problemas, al
menos los de ese día. Mi querido Capitán
Cavernícola veía de reojo el programa y empezó con su intento de sermón «Toda la basura de Internet y las series que
tú ves, no hacen otra cosa sino promover la infidelidad y las malas mañas, buscan
captar a los ociosos de la vida real».
─ ¡¿Disculpa?! ─más que una pregunta,
mi réplica fue un grito de indignación─ ¿Infieres que soy propensa a ser infiel por que veo
televisión? ─continué casi sin respirar─ Creo que te confundiste con las apariencias. ¡El hecho de que esté limpiando el cuarto y
viendo Venevisión, no me convierte en estereotipo y no te da derecho a insultar mi inteligencia con ese tipo de
argumentos!
Más le hubiese valido quedarse callado,
porque lo que yo tenía por dentro era fuego puro, en vez de sangre era lava lo
que corría por mis venas. No sólo se atrevía a sacar conclusiones al mejor
estilo de un clérigo inquisidor o de un musulmán, sino que creía que hablaba
con una retrasada mental incapaz de refutar su teorema de pacotilla.
─ ¿Cómo interpretas entonces tu gusto por ver Buenas Noches, a Chávez en
cadena nacional o a Mario Silva y su Hojilla? ─ pregunté
sarcástica y continué─ :¿Te metiste a maricón, a dictador o a drogadicto?
Al ver su teoría de “dime qué ves y te diré
quién eres” desmoronarse, intentó explicarme que lo que había querido decir en
realidad, era que esas series que a mi me gustan suscitaban (en realidad no usó
ese término) los antivalores (tampoco usó este otro). El caso es que
mientras más hablaba y más se explicaba, más me indignaba, así que agarré mis
cosas y salí de casa a ver si con unas vueltas a la cuadra lograba calmarme.
Mi intento de buscar sosiego duró poco, no
había salido del edificio cuando continuó con sus sandeces vía chat de
Blackberry. Insistía en que el mundo llegaba a su fin y que la Internet era el
diablo.
Ya no podía más con aquellos argumentos de
pacotilla, y como no tenía un contendor de altura, no me quedó otro remedio que
lanzar mi cuota de necedades con el sólo propósito de jorobarle la paciencia… Pero,
a todas estas, no creo haber tenido
éxito.
No sé si comprendió el meta-mensaje cuando
lo insté a quedarse tranquilo, ni cuando le reafirmé que yo sería
condescendiente y no vería tantas series de televisión, ni cuando me mostré
comprensiva y admití que, como si se tratara de una enfermedad, se me podían pegar
malas mañas al ver Desperate Housewives o Private Practice, simplemente me
limitaría a ver canales más culturales, como por ejemplo Bio, el canal de las
biografías, en el que, por
cierto, daban un especial de dos horas sobre la vida
de Lorena Bobbit; o quizás no le molestaría tanto si cambiara el dial a
Infinito con sus programas especiales de Mujeres tras las rejas, o tal vez
algo más actual como Tru TV y Cheaters.
También le aseguré que si sus ansiedades
se disparaban por culpa del aparato de televisión, que no debía preocuparse ni
un instante más, pues me gustaba un mundo leer y como yo estaba tan dispuesta a
complacerlo, no tendría inconveniente alguno en releer a Lawrence y a su Lady Chatterley o al clásico por excelencia de Flaubert, Madame
Bovary, o ¡mejor aún! leería un libro nuevo, uno que había querido leer desde
hacía mucho: La mujer rota de Simone de Beauvoir.