Ya ves

 
Ya ves

nada es serio ni digno de que se tome en cuenta,

nos hicimos jugando todo el mal necesario

ya ves, no es una carta esto,

nos dimos esa miel de la noche, los bares,
...
el placer boca abajo, los cigarrillos turbios

cuando el cielo raso tiembla la luz del alba,

ya ves,

yo sigo pensando en ti,

no te escribo, de pronto miro el cielo, esa nube que pasa

y tú quizás allá en tu malecón mirarás una nube

y eso es mi carta, algo que corre indescifrable y lluvia.

Nos hicimos jugando todo el mal necesario,

el tiempo pone el resto, los oseznos

duermen junto a una ardilla deshojada.

J. Cortázar, en Papeles Inesperados.

Sentidos

 


Nunca leeré tu libro.

No oiré  una más de tus palabras.

Aprendí a palpar entre líneas profundas

la trama en tus telarañas,

en lo hondo hay algo oscuro

sabe al negro de tu nada.

Yo me empino hacia la luz que se huele en  mi ventana.

Un beso


    La gente se despide sin tener la mínima sospecha de que con aquella ligera costumbre de obsequiar un beso —si, en singular, sólo uno—, mi lado obsesivo no puede evitar que la voz que vive en mi cabeza exclame: « ¡dos!...»

    He llegado a desear adoptar una sobria genuflexión a la usanza japonesa, a ver si así olvido de una vez por todas… el medio de tu nombre.

Mentiras


 

Y ver desde lo lejos

corazón ateo de fe

la preñez superlativa

alumbrando tus mentiras

frescas

Sin fe

Azar hallé,
reí,
besé.
 
Jugué,
amé,
leí,
soñé.
 
Volé,
caí,
choqué.
 
Plañí
fumé
y me fui.

Un almuerzo dominical



     Una vez más, había hecho planes sin consultarme. Me enteré que tendríamos invitados, un par de horas antes de la comida. Él, el señor, había invitado a mis padres a almorzar el domingo a la una. Yo sabía que sería inevitable terminar haciendo el trabajo de tres sirvientas, en vez de disfrutar un día de descanso, pero por tratarse de mis padres, y en aras de no ser siempre la que se queja,  me vestí de ama de casa de los 50’s, me puse el delantal, una gran sonrisa y me dispuse a jugar mi rol lo mejor que pude.

     La conversación fue amena, mientras él, el señor,  se interesó en ella. Hablábamos de los aeropuertos y de los abusos de los guardias a propósito de una crónica que había escrito. Traje a colación un texto que había leído sobre una señora muy “vieja” (de 60 años). Mi papá protestó sonriendo «¿Cómo es eso de que una persona de 60 es vieja?» Reímos mientra esperábamos a mi mamá, que ya había salido de su casa. Busqué la Tablet  y me dispuse a leer el texto.

     Cuando comencé a leer en voz alta, sonó el timbre y, a pesar de esto,  mi hija me instó a que siguiera, pues estaba muy interesada en el desenlace que tendría la historia, y acto seguido, él, el señor, se paró en el medio de la sala, frente a mis padres y a mis hijos y empezó a gritarme. Decía que debíamos atender a los invitados y que no le parecía adecuado que yo leyera.

     Mi papá soltó una risita nerviosa, supongo que no halló otra cosa mejor que hacer, y dijo en tono de broma para suavizar la incomodidad: «Se acabó la lectura».  A todas estas yo no había pronunciado ni una palabra en pro de mis derechos, ya había aprendido (por las malas) que era mejor agachar la cabeza y callar.  Así que guardé la Tablet, y fui a la cocina en un intento de sacarme la turbación del pecho. Quería evitar que la indignación se me subiera a los ojos, sabía bien que si se abría el grifo de la llorantina, no habría manera de parar hasta quedarme dormida.

     Pero mi intento fue en vano, en su desesperación por obtener la razón a como diera lugar, él me persiguió a la cocina para —entre gritos y manoteos—, seguir regañándome frente a mis padres y frente a mis hijos.

     Para evitar un mal mayor, y avergonzada hasta los tuétanos, me recluí en mi habitación, a esperar el milagro de que cesara la inmensa rabia que me hacía ver todo rojo y que deformaba mi cara de tanto llorar. Pienso que de esa forma ven las cosas los toros de lidia en las barbáricas fiestas taurinas.

     Mi hijo, preocupado, entraba cada tanto al cuarto, me abrazaba, me besaba, me decía que era la mejor mamá del mundo. Las sienes me latían y en ese momento entendí cómo es que en medio de una furia épica, no es sólo posible, sino probable, la explosión del cerebro y el subsecuente derrame.  Eso, abría las escotillas de mis represas oculares, y el Guri se quedó pendejo. ¿Cómo era posible que yo expusiera a mis hijos y a mí misma a semejante espectáculo? ¡Esa vaina era maltrato de género aquí, en Londres y en Pequín! Y yo, tan grandota, tan estudiada, tan leída,  no había sido capaz de salirme de esa maldita noria en la que el amo y señor me ordenaba hasta cuando hablar…

     Engullí a secas tres pastillas para los nervios, bajé la persiana, me arropé y me dormí.

.    .    .    .   

 
     Ya amaneció y me pregunto ¿Tendré la valentía hoy de hacer lo que debí haber hecho hace muchos años?



Dime qué ves y te diré quién eres


     No suelo ver televisión nacional. Me gustan mucho las series norteamericanas como Big Bang Theory, Boss, Breaking Bad y Dexter. Me encantan, me maravillo con el ingenio de los escritores, con su elocuencia y con la capacidad que tienen los guionistas para crear diálogos tan agudos.  Entiendo el idioma, los guiños, el humor… En fin, me apasionan. Verlas, es de las cosas que más me gusta hacer en la vida.

     Pero esa mañana fue distinto, no sé por qué razón el televisor se encendió en Venevisión. Daban un programa para la comunidad hispana de Estados Unidos, una especie de revista amarillista de muy mal gusto. Pero todos tenemos un lado morboso y por eso me enganché con la historia de un hombre rubio que descubrió, luego de años de dudas sobre la fidelidad de su esposa,  que el hospital había cambiado a su bebé, por otro más oscurito.   Me quedé viendo y oyendo mientras aseaba mi habitación y tendía la cama.

     A esa historia le siguió una denuncia de las autoridades de Puerto Rico sobre una página web que vende infidelidad sin “inconvenientes”. Funciona como muchos de los sitios donde las personas buscan pareja, pero en este caso, los participantes están casados o comprometidos y en la web encuentran un “lío”.

    Ahí fue donde comenzaron los problemas, al menos los de ese día.  Mi querido Capitán Cavernícola veía de reojo el programa y empezó con su intento de sermón «Toda la basura de Internet y las series que tú ves, no hacen otra cosa sino promover la infidelidad y las malas mañas, buscan captar a los ociosos de la vida real».

─ ¡¿Disculpa?! más que una pregunta, mi réplica fue un grito de indignación¿Infieres que soy propensa a ser infiel por que veo televisión? ─continué casi sin respirar─  Creo que te confundiste con las apariencias.  ¡El hecho de que esté limpiando el cuarto y viendo Venevisión, no me convierte en estereotipo y no te da derecho a insultar mi inteligencia con ese tipo de argumentos!

     Más le hubiese valido quedarse callado, porque lo que yo tenía por dentro era fuego puro, en vez de sangre era lava lo que corría por mis venas. No sólo se atrevía a sacar conclusiones al mejor estilo de un clérigo inquisidor o de un musulmán, sino que creía que hablaba con una retrasada mental incapaz de refutar su teorema de pacotilla.

     ─ ¿Cómo interpretas entonces tu gusto por ver Buenas Noches, a Chávez en cadena nacional o a Mario Silva y su Hojilla? ─ pregunté sarcástica y continué─ :¿Te metiste a maricón, a dictador o a drogadicto?

     Al ver su teoría de “dime qué ves y te diré quién eres” desmoronarse, intentó explicarme que lo que había querido decir en realidad, era que esas series que a mi me gustan suscitaban (en realidad no usó ese término) los antivalores (tampoco usó este otro). El caso es que mientras más hablaba y más se explicaba, más me indignaba, así que agarré mis cosas y salí de casa a ver si con unas vueltas a la cuadra lograba calmarme.

    Mi intento de buscar sosiego duró poco, no había salido del edificio cuando continuó con sus sandeces vía chat de Blackberry. Insistía en que el mundo llegaba a su fin y que la Internet era el diablo.

     Ya no podía más con aquellos argumentos de pacotilla, y como no tenía un contendor de altura, no me quedó otro remedio que lanzar mi cuota de necedades con el sólo propósito de jorobarle la paciencia… Pero, a todas estas, no creo haber  tenido éxito.

     No sé si comprendió el meta-mensaje cuando lo insté a quedarse tranquilo, ni cuando le reafirmé que yo sería condescendiente y no vería tantas series de televisión, ni cuando me mostré comprensiva y admití que, como si se tratara de una enfermedad, se me podían pegar malas mañas al ver Desperate Housewives o Private Practice, simplemente me limitaría a ver canales más culturales, como por ejemplo Bio, el canal de las biografías, en el que, por cierto, daban un especial de dos horas sobre la vida de Lorena Bobbit; o quizás no le molestaría tanto si cambiara el dial a Infinito con sus programas especiales de Mujeres tras las rejas, o tal vez algo más actual como Tru TV y Cheaters.

     También le aseguré que si sus ansiedades se disparaban por culpa del aparato de televisión, que no debía preocuparse ni un instante más, pues me gustaba un mundo leer y como yo estaba tan dispuesta a complacerlo, no tendría inconveniente alguno en releer a Lawrence y a su Lady Chatterley  o al clásico por excelencia de Flaubert, Madame Bovary, o ¡mejor aún! leería un libro nuevo, uno que había querido leer desde hacía mucho: La mujer rota de Simone de Beauvoir.