Una vez más, había hecho planes sin consultarme.
Me enteré que tendríamos invitados, un par de horas antes de la comida. Él, el señor,
había invitado a mis padres a almorzar el domingo a la una. Yo sabía que sería
inevitable terminar haciendo el trabajo de tres sirvientas, en vez de disfrutar
un día de descanso, pero por tratarse de mis padres, y en aras de no ser
siempre la que se queja, me vestí de ama
de casa de los 50’s, me puse el delantal, una gran sonrisa y me dispuse a jugar
mi rol lo mejor que pude.
La conversación fue amena, mientras él, el
señor, se interesó en ella. Hablábamos
de los aeropuertos y de los abusos de los guardias a propósito de una crónica
que había escrito. Traje a colación un texto que había leído sobre una señora
muy “vieja” (de 60 años). Mi papá protestó sonriendo «¿Cómo es eso de que una persona de 60 es vieja?» Reímos mientra
esperábamos a mi mamá, que ya había salido de su casa. Busqué la Tablet y me dispuse a leer el texto.
Cuando comencé a leer en voz alta, sonó el
timbre y, a pesar de esto, mi hija me
instó a que siguiera, pues estaba muy interesada en el desenlace que tendría la
historia, y acto seguido, él, el señor, se paró en el medio de la sala, frente
a mis padres y a mis hijos y empezó a gritarme. Decía que debíamos atender a
los invitados y que no le parecía adecuado que yo leyera.
Mi papá soltó una risita nerviosa, supongo
que no halló otra cosa mejor que hacer, y dijo en tono de broma para suavizar
la incomodidad: «Se acabó la lectura». A todas estas yo no había pronunciado ni una
palabra en pro de mis derechos, ya había aprendido (por las malas) que era
mejor agachar la cabeza y callar. Así
que guardé la Tablet, y fui a la cocina en un intento de sacarme la turbación
del pecho. Quería evitar que la indignación se me subiera a los ojos, sabía bien
que si se abría el grifo de la llorantina, no habría manera de parar hasta
quedarme dormida.
Pero mi intento fue en vano, en su
desesperación por obtener la razón a como diera lugar, él me persiguió a la
cocina para —entre gritos y manoteos—, seguir regañándome frente a mis padres y
frente a mis hijos.
Para evitar un mal mayor, y avergonzada
hasta los tuétanos, me recluí en mi habitación, a esperar el milagro de que
cesara la inmensa rabia que me hacía ver todo rojo y que deformaba mi cara de
tanto llorar. Pienso que de esa forma ven las cosas los toros de lidia en las
barbáricas fiestas taurinas.
Mi hijo, preocupado, entraba cada tanto al
cuarto, me abrazaba, me besaba, me decía que era la mejor mamá del mundo. Las
sienes me latían y en ese momento entendí cómo es que en medio de una furia
épica, no es sólo posible, sino probable, la explosión del cerebro y el
subsecuente derrame. Eso, abría las
escotillas de mis represas oculares, y el Guri se quedó pendejo. ¿Cómo era posible que yo expusiera a mis
hijos y a mí misma a semejante espectáculo? ¡Esa vaina era maltrato de
género aquí, en Londres y en Pequín! Y yo, tan grandota, tan estudiada, tan leída,
no había sido capaz de salirme de esa maldita
noria en la que el amo y señor me ordenaba hasta cuando hablar…
Engullí a secas tres pastillas para los
nervios, bajé la persiana, me arropé y me dormí.
. .
. .
Ya amaneció y me pregunto ¿Tendré la
valentía hoy de hacer lo que debí haber hecho hace muchos años?